(Fecha publicación: 28 de octubre de 2025)
El 26 de octubre, Vladímir Putin anunció que Rusia probó con éxito el Burevéstnik, un misil de crucero capaz de portar una cabeza nuclear y propulsado por un reactor nuclear compacto. Su jefe del Estado Mayor, Valeri Guerásimov, precisó que el ensayo del día 21 se saldó con un vuelo de unas quince horas y más de 14.000 kilómetros. El Kremlin asegura que “podrá superar cualquier defensa” y que ya se prepara su despliegue.
Antes de analizar nada, conviene explicar qué es y cómo funciona. El 9M730 Burevéstnik (SSC-X-9 Skyfall, designación de la OTAN) es un misil de crucero de lanzamiento terrestre y vuelo a baja altura. Despega con un cohete auxiliar de combustible sólido y, ya en velocidad, conmuta a un estatorreactor cuyo flujo de aire se calienta mediante un minirreactor nuclear que actúa como fuente térmica: el aire gana temperatura y proporciona empuje. El objetivo es lograr gran autonomía y rutas imprevisibles a muy baja cota. Su régimen previsto es subsónico (por debajo de Mach 1).
La sección nuclear admite, en teoría, dos configuraciones. En circuito abierto, el aire de admisión atraviesa zonas del núcleo y sale por la tobera: es más simple, pero puede arrastrar material radiactivo en el escape. En circuito cerrado, un intercambiador de calor separa el reactor del flujo de aire: reduce emisiones a costa de mayor complejidad, materiales y masa. Estados Unidos exploró ideas similares en los años sesenta (proyectos Pluto y Rover): demostraron la viabilidad del concepto, pero también degradación de materiales y presencia de partículas radiactivas en el chorro —además de costes elevados—, razones que llevaron a su cancelación.
Según fuentes técnicas rusas citadas por el IISS, al Burevéstnik se le atribuye un alcance teórico de hasta 20.000 km y perfiles de vuelo entre 50 y 100 metros para minimizar la detección. Ser subsónico tiene un peaje: cuanto más tiempo permanezca en el aire, más opciones habrá de localizarlo y, por consiguiente, abatirlo. Analistas occidentales comparten esa objeción, mientras mandos rusos la relativizan: sitúan el misil como arma de “remate” tras un intercambio de misiles balísticos intercontinentales (ICBM) con múltiples cabezas nucleares, para atacar mandos, bases y nodos energéticos que hayan sobrevivido, cuando las defensas del adversario estarían degradadas.
Incluso dejando aparte ese escenario, el historial obliga a la prudencia. Desde 2016 el programa acumula varias pruebas fallidas y, en agosto de 2019, una explosión durante la operación de recuperación del misil en el mar Blanco, frente a las costas de Nyonoksa, costó la vida a cinco especialistas de Rosatom (la agencia estatal rusa de la energía atómica) y elevó durante varias horas los índices de radiactividad en Severodvinsk, según datos oficiales y registros locales. En varios ensayos se desplegaron aviones equipados con sistemas de muestreo atmosférico para detectar trazas radiactivas, señal de que Moscú es consciente del riesgo operativo del sistema.
En definitiva, el Burevéstnik no inquieta tanto por su misión declarada —si se usa tras un intercambio nuclear, poco importará a los supervivientes la radiación del propio misil— como por lo que implica en fiabilidad y riesgo radiológico durante las pruebas y en un eventual empleo en un conflicto convencional. Un reactor en vuelo que puede “merodear” durante horas multiplica los escenarios de contaminación: por emisiones si el ciclo fuese abierto; por impacto si perdiese el control; y durante las operaciones de recuperación, ya sea en mar o en tierra. El reciente anuncio indica que Rusia ha progresado, pero no responde aún a la pregunta clave: si el sistema puede operar de forma continuada y segura sin convertir el aire o las aguas bajo su ruta en un mini Chernóbil.
Mr. Lynx
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