Educar a golpe de Bizum: Pactos familiares en la era de las redes sociales

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(Fecha publicación: 23 de octubre de 2025)

Cada vez más familias buscan maneras de alejar a los adolescentes de la pantalla del móvil, y algunas optan por la vía más directa: el dinero. Ya sea en metálico o en especie: una bicicleta eléctrica, una moto e incluso un coche. El uso del dinero para retrasar el acceso a las redes sociales se ha convertido en una especie de pacto tácito entre padres e hijos. Los adultos lo ven como una inversión en salud mental; los jóvenes, como un reto temporal con recompensa.

A primera vista puede parecer una buena idea. En un mundo saturado de estímulos, cualquier estrategia para ganar un poco de seguridad digital respecto a los hijos parece válida. Si pagar puede ayudar a posponer una posible adicción, tal vez valga la pena. Pero el debate debería ser más profundo y preguntarnos: ¿qué aprenden realmente los niños si educamos a golpe de Bizum?

Hay quien defiende que el dinero no es más que un incentivo, como cuando se premia una buena nota o un trabajo bien hecho. Otros, en cambio, lo ven como un error de concepto: pagar por desconectarse es como pagar por hacer lo que ya debería hacerse. Los adolescentes no necesitan sobornos, sino límites claros, criterio y referentes coherentes con lo que predicamos. Tan simple como dar ejemplo. Y eso no se compra con dinero.

Tanto en Andorra como en el resto del mundo desarrollado —donde el móvil ha entrado en las aulas, en los comedores y, sobre todo, en las conversaciones familiares—, el problema no es tecnológico. Es cultural. Los padres se ven tan presionados por el entorno y por sus propios hijos que, para evitar el conflicto, a menudo prefieren tomar el camino de la negociación con un incentivo económico o material. Y yo me pregunto: ¿dónde quedan los valores en esa negociación?

También es cierto que la responsabilidad no es solo de los padres. Como ya he apuntado, están tan presionados por el entorno como por los propios hijos. Las plataformas están diseñadas para captar la atención, y el estímulo de la dopamina juega con “las cartas marcadas”. Ante esto, muchos adultos se sienten desbordados y sin herramientas. Tal vez el premio económico sea, en el fondo, un intento desesperado de recuperar el control en un terreno donde se sienten en desventaja.

La educación digital no debería basarse en el miedo ni en la recompensa. Educar es acompañar. Es enseñar a usar el móvil, no a huir de él o prohibirlo. Es entender qué hay detrás de cada “notificación urgente” y de cada publicación o fotografía retocada de los influencers de turno. Es saber detenerse y decidir qué merece la pena mirar. El problema no es que los jóvenes tengan móvil, sino que nadie —ni padres, ni madres, ni el sistema educativo— les enseña a usarlo con responsabilidad.

Quizás el camino debería pasar por otro tipo de incentivo: el tiempo compartido. La conversación. Dar la confianza que permita que un adolescente quiera explicar lo que ve o lo que le preocupa. Eso no cuesta dinero, pero requiere una inversión mucho más cara y escasa: tiempo.

Al final, la cuestión no es pagar o no pagar. Es decidir si queremos formar personas autónomas y con valores o pragmáticas y obedientes.

La educación digital no es una batalla contra el móvil, sino un aprendizaje conjunto para convivir con él con sentido. Y eso, con dinero o sin él, sigue siendo responsabilidad tanto de los progenitores como de los educadores y de la sociedad adulta en general.

Mr. Lynx

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