(Fecha publicación: el 1 de octubre de 2025)
Cada generación ha sido señalada cuando ha entrado en el mercado laboral. Los boomers fueron bautizados como la “generación del yo”, los de la Generación X como los “perezosos” y los millennials como narcisistas. Ahora le toca a la Generación Z, y el guion se repite. Pero detrás de cada tópico hay un contexto. Y el de ahora es distinto.
Los jóvenes que hoy empiezan a adentrarse en la vida profesional han crecido con una deuda colectiva: la pandemia les robó experiencias que antes se daban por hechas justo en una etapa crucial de su formación. Las prácticas de verano, las estancias en el extranjero, incluso la socialización en las aulas. Son vacíos que no se recuperan fácilmente. Cuando se les exige seguridad y confianza, conviene recordar que, usando un símil futbolístico, se les apartó del terreno de juego justo cuando empezaban a calentar.
Es natural que busquen estabilidad antes que aventura. Después de unos años marcados por la incertidumbre, esa prudencia no es pereza ni desinterés, sino una respuesta lógica: una forma de sentirse seguros antes de dar el siguiente paso adelante.
En España, un estudio reciente mostraba que ser funcionario resulta cuatro veces más atractivo para los jóvenes que emprender. En Francia, encuestas del IFOP indican que, aunque el emprendimiento despierta curiosidad, la mayoría de jóvenes prefieren el CDI —el contrato indefinido— como garantía de seguridad vital. Y a escala europea, Eurofound constataba tras la pandemia un giro claro: los jóvenes valoran más la calidad y la estabilidad laboral que el riesgo o la libertad absoluta.
La lectura es evidente: no tenemos una generación apática, sino una generación herida que se siente perdida sin una red de protección. Una generación que vio cómo el suelo se movía bajo sus pies y que ahora busca tierra firme. Todo ello sin olvidar un proteccionismo parental a menudo excesivo.
El problema no es su prudencia. El problema sería ignorarla. Las empresas, en su mayoría pequeñas y medianas, no pueden ofrecer grandes programas de formación como las multinacionales, pero sí pueden hacer otra cosa: abrir espacios de mentoría, crear vínculos reales y dar oportunidades para que el talento se desarrolle. Donde antes existía una socialización espontánea —cafés, pasillos, viajes de empresa— ahora es necesario construirla de forma consciente.
No olvidemos que la Generación Z aporta conocimiento digital, creatividad y una capacidad de adaptación tecnológica que cualquier país necesita. Domina las redes sociales y la creación de contenido audiovisual. Posee una gran capacidad de autoaprendizaje, pues ha crecido buscando tutoriales y resolviendo problemas tecnológicos al instante mediante YouTube o TikTok. Mientras otras generaciones aún dudan, ellos ya experimentan con la IA generativa, una herramienta que será tan inherente a nuestras vidas como lo es hoy internet.
Lo que les falta no es ambición, sino confianza. Y la confianza se construye con jefes de equipo capaces de comprender su pasado reciente y de acompañarles en el camino para que ese talento aflore.
En definitiva, podemos seguir repitiendo el viejo ritual de criticar a los jóvenes y aferrarnos a los tópicos, o podemos verlos como lo que son: una generación con cicatrices, sí, pero también con nuevas herramientas para hacer crecer el país. La decisión es nuestra: o los convertimos en un problema, o les ayudamos a ser la oportunidad que no podemos dejar escapar.
Mr. Lynx
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